Por Daniela Monje*.

La Cámara de Diputados ya discute en Comisiones la Ley de Fomento de Despliegue de Infraestructura y Competencia de Tic o “Ley Corta”. El proyecto -enviado al Senado por el Poder Ejecutivo- había comenzado a debatirse en abril de este año y durante el proceso se introdujeron varios cambios al texto original. La Cámara Alta finalmente lo aprobó por 46 votos a favor y 11 en contra.

La pregunta inicial: ¿Ley corta o Ley integral? Claro que no se trata de una pregunta retórica. Bueno es recordar que luego de la minuciosa ablación de las leyes 26522 y 27078 desde diciembre de 2015, en marzo de 2016 el novel Ministerio de Comunicaciones (hoy extinto) encomendó a una comisión ad hoc la escritura de un proyecto de Ley Integral. El encargo debía resolverse en 180 días corridos. A partir de ese momento se sucedieron cuatro prórrogas, la última otorgada el 13 de agosto pasado con el objetivo (incólume desde el primer día) de elaborar  un anteproyecto definitivo de reforma, actualización y unificación de las leyes del audiovisual y telecomunicaciones.

En sus inicios la Comisión realizó consultas con expertos y llegó a presentar en julio de 2016 un listado de 17 principios para la elaboración de una ley integral.

Para cuando esto ocurrió ya teníamos los 21 nuevos puntos elaborados por la Coalición para una Comunicación Democrática en febrero de 2016, una presentación realizada por el CELS entre otras organizaciones en abril de ese año ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos solicitando -mediante fundamentos consistentes basados en el derecho público internacional- la rectificación de las reformas operadas compulsivamente, y además propuestas concretas hacia una ley integral convergente realizadas por los incumbentes no lucrativos del audiovisual y las telecomunicaciones.

A esta altura de las circunstancias, no hace falta ser muy perspicaz para entender que no faltan datos, ni análisis, ni aportes sustantivos que permitan debatir una ley integral. Sin embargo en los fundamentos de la última prórroga a las actividades de la mentada comisión se supedita el texto definitivo del futuro proyecto de ley a la aprobación de este proyecto de Ley Corta que hoy discutimos. ¿Por qué? ¿por qué necesitamos trabajar en una “ley corta” que luego debe articularse a una ley integral? ¿a quiénes beneficia? ¿a quiénes excluye? Nos preguntamos si no estamos ante el riesgo de producir legislaciones a la carta, a la medida de los regulados.

Estamos en guardia de cenizas desde diciembre de 2015. A los sucesivos estragos en la legislación sobre comunicación vigente hasta entonces, habría que sumarle la persistente resignificación de conceptos centrales para el campo de los derechos a la comunicación. Términos como acceso y participación, cruciales en el debate por la democratización de las comunicaciones significaban originalmente un protagonismo de la ciudadanía, de los públicos, de las audiencias. Hoy se habla de democratización de las comunicaciones aludiendo al despliegue de la infraestructura de un mercado cada vez más concentrado y cuyo interés está puesto en los consumidores antes que en los ciudadanos.

Se habla también de competencia en relación a este proyecto de ley, cuando y paralelamente se autoriza la mayor megafusión infocomunicacional de la historia (Telecom-Cablevisión Holding), que dejará en situación de prestación cuasi-monopólica a la fusionada en zonas de gran envergadura económica del país.

Si algo sabemos quienes estudiamos políticas de comunicación y cultura es que la comunicación no puede ser abordada en su tratamiento regulatorio exclusiva o prioritariamente como una mercancía. Su valor de mercado -que es muy alto por cierto-, colisiona con el valor simbólico de la comunicación en relación a la constitución de las identidades individuales y colectivas, a la transmisión de valores, al desarrollo cultural de una nación.

Unas políticas y unas leyes que no consideren la comunicación social como un derecho humano no importa cuán largas o cortas sean, están obviando un aspecto medular.

La propuesta que ya obtuvo media sanción en Senadores, implica por ahora:

  1. Ingreso con ciertos plazos de diferimiento de las empresas de telefonía a la provisión de televisión satelital y por tanto habilitación de triple o cuádruple play según los casos.
  2. Compartición de infraestructura pasiva.
  3. Reasignación de la reserva de espectro definida para ARSAT.

Todas estas medidas son controversiales y dejan en situación de vulnerabilidad inmediata o diferida a gran cantidad de actores, PyMEs y cooperativos en relación a los dos primeros puntos y sector público en relación al tercero. La pregunta que se reitera es ¿Para quién se regula?

La política de comunicación no debería constituirse en un paliativo, en una acción de reducción de daños. Es importante recordar que existen numerosos actores por fuera de los tres o cuatro que hoy se disputan el gran mercado comunicacional.

Tanto el sector integrado por PyMEs, cuanto el no lucrativo conformado por actores cooperativos y comunitarios requiere no sólo fomentos y acciones de diferimiento en términos de una entrada escalonada de la televisión satelital de acuerdo al tamaño de las ciudades para los años 2020, 2021 o 2022. Requieren sobre todo condiciones de estabilidad y posibilidad para su desarrollo integral, y esto implica desde seguridad jurídica hasta estabilidad de los trabajadores y mantenimiento de los puestos de trabajo. Los sindicatos prevén la pérdida de más de 10 mil puestos de trabajo calificados, por la competencia desigual ante la TV satelital, y los pequeños empresarios alertan que peligran centenares de PyMEs originadas en la televisión por cable.

El caso de ARSAT es sin dudas otra afrenta. Ni aun con el refarming propuesto que prevé asignar 20% de la reserva de espectro de ARSAT a prestadores regionales o locales  se subsana la enorme pérdida en términos de política de comunicaciones y de soberanía satelital que le ocasiona al país desmontar la posibilidad de un cuarto operador no comercial. No existen fundamentos consistentes para avalar esta decisión.

Entender que el desarrollo es sólo libre competencia resulta una mirada económica por cierto limitada.

Creemos que es preciso comprender que la introducción de innovaciones y el fomento de la competencia en un país desigual, unitario y centralista como Argentina, debe pensarse en términos de convergencia periférica. Asumiendo las subordinaciones preexistentes, no negándolas. Regulando para todos y no para los actores de mayor peso. Se necesitan regulaciones con calibración fina: ayudas estatales, regulación asimétrica, protecciones diversas.

En Argentina, y según las cifras oficiales que provee ENACOM existen 6 millones de personas sin acceso a Internet y otros 15 millones que viviendo en zonas donde existe el servicio tienen numerosas dificultades de acceso vinculadas no sólo a infraestructura sino a costos de conectividad.

Eso no se soluciona incrementando el costo del abono, ni paquetizando. Se soluciona con políticas de promoción integral de la comunicación en tanto derecho, lo cual no implica pérdidas económicas sino ganancias razonables. Hay una diferencia entre hacer un buen negocio y abusar de posición dominante.

Creemos que en esta discusión hay un hurto de significación: de términos como democracia, derechos humanos, libertad de expresión, acceso, competencia, convergencia. ¿Qué significan estas palabras? He ahí la cuestión. Esto es la política, disputar los sentidos valiosos y ganar esa disputa.

*Docente e investigadora de las Universidades Nacionales de Córdoba y Villa María.