En una nota publicada en Página 12, Víctor Taricco discute sobre la “neutralidad” de los medios públicos en contextos de democracias mediatizadas y defiende el carácter de actor político de aquellos para participar de las disputas que se dan en el ámbito público.

En un libro recientemente publicado, el sociólogo Tom Mills, pone bajo la lupa los orígenes de la British Brodcasting Corporation (BBC) como servicio público. A través de casi mil páginas, “The BBC. Myth of a Public Service” (Editorial Verso, 2016), desanda el camino de esta institución pública pionera de radio y televisión.

Cuenta Mills que el año 1926 fue particularmente agitado en Gran Bretaña debido a una huelga general que se extendió por nueve días. La conducción del conflicto estuvo a cargo del Consejo General del Congreso de Sindicatos Británico (TUC, por sus siglas en inglés) y concluyó en un estrepitoso fracaso del sindicalismo británico, al punto de que nunca más volvería a haber una huelga general en las islas.

Durante el conflicto, el Gobierno conservador se debatía sobre qué hacer con la BBC. Los “duros”, encabezados por el entonces Ministro de Hacienda, Winston Churchill, se inclinaban por tomar el control total de la emisora, ya que consideraban que los sindicatos no tenían el mismo derecho que el Gobierno a difundir su versión de los hechos, visto y considerando que el “interés nacional” y el parlamentarismo se encontraban amenazados por los huelguistas.

Por su parte, el Primer Ministro, Stanley Baldwin, trataba de contener simultáneamente el crecimiento de los fascistas, que se habían reunido alrededor de la División Q como fuerza de choque contra los parados, y a los “duros” que intentaban tomar el control del monopolio radial. Baldwin, encargó al publicista J. C. C. Davidson la misión de ponerse al frente de la BBC de manera “no oficial” y de coordinar con John Reith, primer director general de la emisora, la información que el gobierno deseaba difundir. Ante posibles resistencias de la BBC, el Primer Ministro sugirió tener siempre a mano la amenaza de la intervención.

Sin embargo, nunca fue necesario cumplir con el ultimátum. Baldwin, Davidson y Reith creían que si el Gobierno tomaba el control de la BBC no alcanzaría el objetivo de doblegar a los sindicatos, ya que una posición abiertamente oficialista alejaría a los sectores obreros que no se habían sumado a la medidas de fuerza, pero simpatizaban con el TUC, o a los sectores medios que comprendían los reclamos, pero temían por las consecuencias políticas de la huelga.

Reith, lejos de sentirse intimidado por la situación, se sentía halagado de que se hubiese confiado en la BBC para defender el “interés nacional” y de representar la voz del Gobierno. Según cuenta Mills, el director general solía decir que el primer ministro sabía que la emisora no sería realmente imparcial en semejante situación. Tres décadas más tarde, y recordando los acontecimientos de 1926, Reith diría: “Si hubiese habido radiodifusión en la época de la Revolución Francesa, no habría habido Revolución Francesa”.  

En esos días no solo se fundaría el mito de la neutralidad de la BBC, sino que también se fijarían los términos de la relación de la emisora con los gobiernos, su profunda imbricación con el establishment británico y un estatuto de independencia e imparcialidad basado en una selección estratégica de la información en función de los intereses del 10 de Downing Street. Esta estrategia se repetiría en 1984 durante la huelga de los mineros cuando Margaret Thatcher era Primer Ministra; contra los manifestantes que se oponían a la invasión a Irak en 2003 y  cuando miles de escoceses se lanzaron en 2014 a las calles para protestar contra el enfoque parcial de la emisora pública en el diferendo por la independencia de su país.

Una primera conclusión frente a esta historia podría ser que la neutralidad de la BBC no surgió como un valor, un principio rector para la emisora, sino como una estrategia comunicacional para derrotar a los huelguistas en un contexto de alta polarización de la sociedad británica. También, valdría la pena observar la vigencia del procedimiento a lo largo de la historia de los conflictos políticos de Gran Bretaña.

Como consecuencia de esta historia, la imparcialidad se ha convertido en un principio indiscutible para políticos y especialistas a la hora de discutir sobre medios públicos. La imparcialidad, al ser naturalizada como un principio ético para los medios de gestión estatal, oculta su carácter profundamente político en tanto estrategia comunicacional para neutralizar las demandas de los sectores emergentes.

Entonces, ¿son deseables la neutralidad o la imparcialidad en un medio público? Para contestar esta pregunta es necesario considerar que los medios de comunicación son uno de los sectores económicos más dinámicos del capitalismo actual; la gran tecnología de comunicación que da forma al espacio público e inevitables actores políticos en los debates y disputas que constituyen a una sociedad.

Por lo tanto, en contextos de democracias profundamente mediatizadas como la de nuestros días, exigir al medio público neutralidad o imparcialidad, equivale a pretender que renuncie a su carácter de actor político y a participar de las disputas que se dan en el ámbito público.

Reconocer el carácter de actor político de los medios públicos será entonces un punto de partida necesario para pensar las múltiples articulaciones posibles entre gobiernos, medios y democracia, lejos de los discursos que buscan prescribir “buenas prácticas” independientemente de los contextos históricos específicos y las necesidades comunicacionales de los sectores populares, que no suelen encontrar en los medios de comunicación privados ecos genuinos para sus reclamos.

* Licenciado en Comunicación UBA y ex subgerente de Noticias de la TV Pública.

Nota publicada en Página 12.